Pasé la noche admirando un triángulo,
que en cada esquina concebía un abismo:
tú, con tu doble hipérbole, sostenías
un martillo;
tu pecho hablaba y me
maldecía a jeroglíficos, pero
tus brazos eran brazos y me veían
tus ojos con los ojos
abiertos,
así que sonreí sonriendo,
como un átomo que ha bebido
o perdido los anteojos,
y olvidé mi triángulo bajo
las cifras cúbicas de la cerveza;
bajo la mesa, envuelta, me ladró
una esperanza – una espera
de media cuerda, que
me lanzabas tú con un
zapato (que se parecía
mucho
a un zapato) –
y esa esperanza me hizo
dilucidar un círculo:
ahí, menguando como
medialunas, había
un momento y una terquedad,
un aire de viento y
una posible
huida.