Ante el universo de estrellas opacas,
de vestimenta espesa,
pronto para el abismo,
de escarcela afanosa,
el corazón del potentado,
de atavío esplendoroso,
brotará entre las tinieblas
camino hacia la alborada azul.
La luna será su refugio,
del cosmonauta rico,
del consorcio magno,
cuando la guerra nos despelleje,
a nosotros los mestizos,
los criollos, los negros
y los pocos indios
que dejaron los españoles.
Se salvarán
los indios norteamericanos,
que no morirán,
porque ya lo hicieron;
y sus descendientes
pisarán la tierra caliente,
tratando de ser
astronautas frustrados.
La cola será su sitio,
un puesto lejano en la fila
y su refugio permanente;
se moverán con la mirada al frente,
paso a paso,
con la lentitud
de una amarga noche,
perpetua,
como arrieros de senderos infinitos,
para caminar por su calvario,
y cuando entren
a la astronave meditabunda,
se verá parca,
tan demente y de segunda,
tan oscura,
con la estrechez
de una tumba.