Los Reyes del Trono de Huesos

Visten trajes de lobos con nombres de ovejas,
su patriotismo es bruma, su juramento—mentira:
muerden el pan del pueblo con bocas de oro
y en sus mesas de mármol podrido, la patria expira.

Cambiaron el trigal por un puño de monedas,
la justicia por dados cargados de olvido;
juran "pueblo" y "honor" en discursos de sal,
mientras entierran espermas bajo el muro del vicio.

Sus manos son mapas de contratos y sangre,
su corazón—un cofre sin llave ni dueño;
subastaron los ríos, los sueños, los puentes,
y alzaron su imperio sobre el llanto del sueño.

¿Qué importa el niño que araña la tierra por un grano,
la madre que cuenta las horas como espinas?
Ellos beben del vino que fermenta el poder,
celebrando su reinado de cifras y ruinas.

Son Judas sin beso, Bruto sin puñal,
su ambición es un dios que devora sus nombres;
la bandera que ondea es sudario de engaños,
y el himno nacional—un lamento sin hombres.

Pero en las grietas del asfalto, donde el pueblo no duerme,
crece una semilla de rabia y memoria:
la tierra no olvida a los reyes de barro
que cambiaron estrellas por monedas de hambre.

—Y cuando el viento derrumbe sus tronos de huesos,
solo quedará el polvo de lo que juraron salvar:
la patria no era un trofeo, era el pan compartido,
el abrazo sin precio, el derecho a soñar.