Un mendigo es un descalzo enzapatado. Allí está, era él, ataviado de talones maquillados por el asfalto; mostrando a su paso inquietante sonrisa harapienta. Allí está… soñando despierto bajo las sabanas azules de la pena y la tristeza. Allí está… deglutiendo la realidad de su abandono; abandono ladrón quien hurta los sueños, de un “pata en el suelo” quien gritándolo todo habita bajo las colchas del silencio. Y sigue allí, en el silencio… observando, cautivando, soñando, borrando tristezas. Y sigue allí, enzapatado errante, errante enzapatado, de talones curtidos por el asfalto. Errante deámbula por las sombras, testigo fiel de su indigencia, guardaespaldas de su destino prisionero. Todos trajeados pasan y oyen sus calles, ante la sordera ciega del amanecer. Ante su desnudez: se vistió de hambre, se vistió de sed, se vistió de angustia, se vistió de licor, se vistió de tabaco, se vistió de drogas, se vistió de hurtos y delitos, se vistió de crueldad, se vistió de odio, se vistió de llanto y desolación, se vistió de agonías, se vistió de ti y de mí. Me pregunto: ¿Acaso en las noches su sábana húmeda y su cartón endurecido conocen de su agonía, de su pesar y sus sobresaltos nocturnos? ¿Saben acaso de sus constelaciones tejidas de sonambulismo, quienes cada noche se bañan de diminutos cristales de amargura, invadiéndole hasta las células de la sonrisa? ¿Saben acaso de las tortuosas ansias de cobijarse abrazado a la luna, arrullado bajo el dulce olor de las estrellas? Y sigue allí, solo… seguido de sus descalzos harapos y su maloliente sonrisa. Tal ha sido su delirio de vida, que pasan y pasan los años y hasta la burda muerte se olvido de él, por no llevarle con sus delgados y roídos harapos. Hoy aprendí que abandono se escribe con harapos. María Ysabel Camacaro