Te puedo ver, Damián, joven y fuerte,
 la tierra cultivar;
 te puedo ver sembrando la semilla Â
y rezar y soñar.
 Puedo ver que tu rostro se ilumina
 con la lámpara débil del altar
  a donde de rodillas has llegado
 la fuente del amor a contemplar.
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 Jesús oculto en el Sagrario atrapa
 tus sueños de verdad,
y en diálogo amoroso le platicas
 tus deseos de amar.
 Quieres ser sacerdote, misionero;
  no te puedes quedar
 a ser granjero sólo, campesino,
 y la tierra surcar.
 Quieres cruzar los mares, irte lejos
 y tu vida ofrendar;
 llevar el Evangelio a todas partes,
  llevarlo más allá...  Â
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 Yo sé de dónde te nació ese anhelo,
 lo puedo adivinar:
  fue tu madre, Damián. Ella te indujo
  a darte a los demás,
  a entregarte y servir enteramente
  sin ponerte a buscar
 opciones, estrategias o maneras,
  a darte nada más.
 Fue tu madre, Damián, la que en tu alma
 sembró la caridadÂ
 y el amor a los Sacros Corazones
  y la fe y la piedad.
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  Por ella fue, Damián, que tú llegaste
  a la isla Molokai,
  porque ella te enseñó desde muy niño
  a amar sin calcular
  y de sus labios los primeros rezos
 pudiste pronunciar.
 Por ella fue que decidiste en vida
  tu cuerpo sepultar
  entre aquellos hermanos marginados.
  Dios hizo lo demás...
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   Tú estabas contagiado de otra lepra
  mucho antes de llegar
  a aquella isla de horrores y de muerte;
  y, déjame pensar
 que tu madre que tanto a Dios amaba,
te pudo contagiar,
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 pues no llegaste ahà para enfermarte.
  Ibas enfermo ya.
 ¿Piensas que aquellos pobres te enfermaron?
 ¡Oh, no, hermano Damián!
  No se puede culpar a quienes se ama.
 No les puedes culpar.
  Fuiste tú quien llegaste a contagiarlos
 de amor y eternidad. Â
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 ¿Por ventura, hay un virus de más fuerza,
 que se propague más,
 que el virus del amor que enaltecÃa
 tu sed de inmensidad?
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  No bien llegaste tú y les devolviste
  las ganas de rezar.
  Tu amor profundo por la EucaristÃa
  los pudo sublimar.
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  Los convenciste que en las llagas todas
  de su cuerpo mortal,
 representaban la pasión de Cristo
  de forma radical
 y en medio de penumbras y de muerte
 volvieron a entonar
 un himno de alegrÃa y de alabanza
 al Dios de la bondad.
 Como aprendiste, tú, les enseñaste
la tierra a cultivar
 y lograron, en su desesperanza
 ilusiones sembrar.
  Resurrecciones eran sus semillas
 de esperanza y de paz,
  una esperanza que jamás perdiste,
 ¡Damián de Molokai!
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 Déjame interpretar: cuando dijiste
 un dÃa al predicar:
 "Nosotros los leprosos..." ¿No fue acaso
  que pudiste notar
 que al fin tu enfermedad de amor se habÃa
  comunicado ya?
 ¿Tu enfermedad de cielo, de esperanza,
  de luz y eternidad?
  ¿que antes de que la lepra comenzara
  tu cuerpo a devastar,
 ya tu alma singular se habÃa dado
en mil pedazos más
 y tu lepra de amor habÃa logrado
 las almas contagiar?  Déjame que interprete, hermano mÃo,
sin temor a fallar,
que fue tu santa madre quien te tiene ahora
 en el altar...
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  Heriberto Bravo Bravo SS.CC (Derechos reservados)Â