Odio manso, furia en silencio

Soy aquel que camina entre las sombras
y no encuentra reflejo en ningún rostro.
Veo pasar la farsa cotidiana
como un teatro sin máscara ni arte,
donde todos actúan por costumbre,
y la mentira se viste de virtud.

Odio sin estruendo, como el mar
que guarda dentro su propia tormenta.
No grito mi desprecio, lo cultivo,
como planta venenosa en jardín desierto,
y mientras el mundo sonríe fingiendo bondad,
yo observo, desde lejos, con asco contenido.

¿Qué es esta humanidad sino un rebaño
que se aplaude por seguir al borrego de adelante?
Hablan de amor, pero solo aman su imagen.
Dicen rezar, pero sus oraciones
son contratos con Dios para dormir tranquilos.
¡Cuánta hipocresía bajo capas de luz!

A veces pienso que nací en el siglo equivocado,
entre gentes que no comprenden el silencio,
ni respetan la soledad como abrigo necesario.
Prefieren el bullicio vacío,
la charla hueca, el chisme disfrazado de consejo,
el dolor ajeno convertido en espectáculo barato.

No soporto las risas forzadas,
las caras falsas que se ponen como disfraces,
los “te quiero” que saben a salmuera de mercado.
La vida no es fiesta, ni comedia,
sino un duelo constante de ideales rotos
bajo el peso del conformismo.

Tengo ganas de gritarles:
¡Dejen de fingir! ¡Muestren sus heridas, sus miedos!
¡Paren de maquillar la muerte lenta de sus almas!
Pero no digo nada. Solo me aparto,
como el árbol solitario que no necesita ramazón
para saberse más fuerte que el bosque entero.

Mi astio no es locura, es lucidez.
Es el precio de ver claro en un mundo empañado.
Y aunque nadie me entienda,
prefiero vivir en la verdad cruel
que besar la mentira con sonrisa de plata.

Por eso camino solo, con paso firme,
cargando en el pecho este fuego oscuro,
este canto amargo que hoy escribo,
no para ser leído,
sino para recordarme que, aunque el mundo sea falso,
mi desprecio sigue siendo sincero.