Me acerqué a la ventana a mirar el paisaje,
 una tarde de otoño, cuando caía el sol.
 Las nubes del topacio cubrían las montañas
 tejiendo filigranas adornadas de azul.
  
 Los árboles vestían su follaje de gala,
 amarillo, naranja, vino tinto y marrón.
 Y presumían los verdes invitados de honor
 a presenciar la magia de la puesta de sol.
  
 Las gaviotas volaban de regreso a los nidos
 llevando a sus polluelos alimento y calor
 y un manto de penumbra que en la tarde caía
 indiscutiblemente acallaba mi voz.
  
 Y fue un deleite aquello de comtemplar en el cielo,
 los árboles, las aves, el intenso verdor
 de las praderas todas, que se extendían
 tan lejos, tan lejos, hasta el sol.