Viviste en la ciudad del mundo que sólo puedo imaginar.
con las manos de un niño palpaste el goce y su extraña consistencia,
y caminaste, por una misma ciudad, hasta llegar a una calle iluminada que tenía tu nombre.
Ahí bebiste el fuego de las ampolletas blancas de neón
que así te encendieron, y elevaron, como una pequeña burbuja de plata inaccesible
hasta ese mundo exacto, coronado de estrellas.
Pero abriste otras puertas
y fuiste a otras ciudades,
y en otras regiones pereciste
sin que la felicidad te abriera la boca
y te recuperara en su beso.
Tu cara sigue limpia
en la misma revista de hace treinta años.
Dueña del cielo pequeño y minucioso
-te puedo dar calor, si quieres-
cabalgar en tus años y vencer
pues, soy yo, aquí, el que respira.