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Fue en una vida pasada
en la mazmorra de atrás de un monasterio.
Yo alimentaba amedrentado
un cortejo de leprosos hambriento,
que con apetito voraz
y llagas sin manos,
buscaban en el aire un soplo de libertad,
rellenando sus estómagos vacíos
y cuerpos necrosados
que arrojaban despojos de carne
que nunca fue tan humana
como su prisión y su hambre
y mi horror, mi terror,
mi dolor y mi miedo
al pasar entre las rejas
los bocados de pan y comida
a sus brazos de harapos extendidos al cielo,
en el infierno de otros en que ellos vivían,
y yo malsirviendo al humano y al Señor,
con mi hábito marrón y mi tonsura en medio del pelo.
Luego avancé muchos años y me vi
esta vez con un traje señorial del Medievo
de un religioso, blanco y reluciente,
y la boinilla cubriendo mi cráneo ya más viejo,
y el hisopo de oro en la mano
repartiendo bendiciones a un cortejo enorme
de frailes hambrientos de la paz del Señor,
la libertad del cielo,
y la guerra de los muslos hermosos de mozas
que sufrían de la libertad de aquel mundo
a no mucha distancia de aquel palacial monasterio.
Otro paso más allá de aquel confuso e irónico momento,
me vi en un ataúd
penetrando en un nicho de piedra
con un crucero detrás de mi cabeza
y un amplio séquito
venerando los despojos y el alma
de aquel obispo que fui en una vida pasada,
en la misma que di de comer entre barrotes,
vestido de fraile desgraciado y marrón,
a aquel séquito de trozos humanos
que se apaciguaban al ingerir
el alimento que yo repartía,
con mi horror, mi terror,
mi desgracia, mi dolor y mi miedo.
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