Mi reina, mi Dulcinea,
dejad que por vos yo luche.
Cantad para que os escuche
y ya en el cielo me crea.
¡Ah! y permitidme que os vea
a los ojos, porque en ellos
se adivinan los destellos
del Dios de suma bondad;
con rastros de eternidad
yo quiero mirarme en ellos.
Dejad que a vuestros cabellos
el viento los desaliñe,
en tanto que el sol los tiñe
con esos fulgores bellos,
que imprime en ellos los sellos
de mi pasión que se enciende.
No me impidáis, que se ofende
mi corazón si os negáis
y de vos me separáis,
si de vos mi vida pende.
Atended, dulce princesa
a mis ayes doloridos.
Si somos dos los heridos
y dos a los que nos pesa
el amor, decid: ¿por qué esa
tan injusta indiferencia?
Os viene bien la clemencia,
la dulzura, la bondad.
Mi reina, tened piedad.
Apelo a vuestra indulgencia.
Rendido estoy y agobiado
a vuestros pies, reina mía,
y es ya la melancolía
mi más enorme pecado
pues, viviendo enamorado,
de razones ya no entiendo,
Me voy hundiendo y hundiendo
en un tan profundo abismo,
que ya no sé de mí mismo
si vivo o estoy muriendo.
Cantad, cantad Dulcinea,
como una flauta lejana.
No seáis tan inhumana.
Vuestra voz ¡bendita sea!
es todo lo que desea
mi corazón, pues con eso
y un largo y ardiente beso,
vos la gloria me daréis
y a mi amor le quitaréis
su lado oscuro y su peso.
Heriberto Bravo Bravo SS.CC