SOBRE EL ANILLO DE CASADA EN EL DEDO DE MI MADRE.

Os hago saber que el anillo de casada de mi madre está

está en mi mente como esa cicatriz del hierro, eternizada en la piel

del ganado y caballería. Fue casi el único artículo de valor

que llevó obediente a lo largo de toda su vida en sus dedos bruñidos,

cuando lavaba, fregaba, cocinaba, barría... cuando mollicaba verdolagas...

en las aceitunas, en la siembra, en la siega, en la era, en la trilla...

en sus partos ¡Ah! Y cuando zurcía... Y cuando rezaba y cuando lloraba

y las pocas veces que cantaba... ¡Vaya por Dios!

Y las menos aún en que reía... ¿Y cuándo no?...

El anillo de casada de mi madre fue cuestión de fe, por lo que eludió

el 'robo del siglo' porque estaba donde no debía... nada a nadie. Y

porque la fe elude robos, y a veces, da alegrías. En su lecho de muerte

mi madre quizás recordó que su anillo seguía en sus dedos todavía,

como siempre cariñoso, afable, reluciente,... voluntarioso como

un infante de marinería, a pesar de que jamás supo nadar pero sí

guardar la ropa hasta el último instante de su vida.

El anillo de mi madre ejerció también de soldado de infantería

¡Y puso su pica en Flandes! al servicio de su patrón oro... forjado

por vulcanos estoicos asados en el horno de la fragua y de la vida,

suspirando por un minuto de respiro... y de gota fría.

El anillo de casada de mi madre fue de un brillo incalculable

y de una belleza infinita. No hubo orgullo comparable al anillo

de casada en el dedo de mi madre a pesar de los pesares,

de la angustia y el dolor de haber perido en el primer de sus partos

a mi hermana melliza. ¿O nos la robaron? Lo cierto es que jamás

la mostraron evidencia alguna de lo que la decían. El anillo de mi madre, es mi

luz de hoy, como la de ayer, la de mañana y la del resto de mis días.

Esclavo de su señor cual una barca siempre amarrada en la misma orilla,

reluciendo Cara al Sol como el sudor de una atleta ganadora,

en los últimos metros de su travesía, aún cuando ella fuera siempre perdedora,

salvo en el amor a sus hijos, en aquel domingo de mi primera comunión

y en los nacimientos de los míos y de su ignota hija.

El anillo de casada de mi madre estará siempre en mi corazón,

brillando con ganas como el benigno sol de la mañana

y radiante como una sonrisa de jubilosa alegría.