Templo de sombra y alabanza

Tu cuerpo—¡oh sagrado arcano!—

no es carne, sino catedral de ébano y cera,

donde el incienso nace del aliento

y los altares tiemblan bajo el peso del misterio.

En ti mora lo inefable:

no en las naves de piedra que el tiempo corrompe,

sino en el pliegue secreto donde el alma

se desnuda de toda oración falsa

y se entrega—como hostia sin nombre—

al fuego que no quema, sino que redime.

Tu placer es mi misa negra y blanca,

mi oficio de medianoche y aurora,

mi salmo cantado con labios de sal y miel.

Cuando tiemblas, no es el mundo el que cae—

es el cielo el que se arrodilla.

No te toco con manos profanas,

sino con las alas rotas de un ángel caído

que halló en tu cintura la única gracia

que no exige penitencia.

Cada beso es un credo,

cada suspiro, un evangelio sin letras—

y en tu gemido, oigo el nombre verdadero

de Aquel que no habita en los templos de los hombres,

sino en el vértigo del deseo cumplido.

¡Oh, templo vivo!

Puerta de marfil entre tinieblas benditas,

columna que sostiene el peso del éxtasis,

copa donde bebo el vino prohibido

que no embriaga—ilumina.

No me pidas silencio ni velo:

mi alabanza es tu placer,

mi gloria, tu abandono.

Y si esto es herejía,

que arda mi lengua en la hoguera de tu nombre—

pues mejor es arder en tu verdad

que arrodillarse en falsas capillas

donde el amor se confiesa,

pero nunca se toca.

Así, en tu carne oscura y luminosa,

hallo lo que los santos solo soñaron:

Dios no está en el cielo—

está aquí,

temblando entre tus muslos,

esperando mi boca

para ser alabado.