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Categoría: Recuerdos
Tito
En los años felices de su infancia le conocí…
Era alegre y muy despierto,
como un rayo de luna que se cuela entre las hojas al amanecer,
un destello travieso que bailaba sobre la piel del día.
Sus saltarines ojuelos,
inquietos y pizpiretos,
rebosaban de inquietud y gracia,
dos luciérnagas que no sabían quedarse quietas en un mismo lugar,
chispas de vida que delataban cada travesura,
tras la puerta de la risa, un deshielo de secretos,
como si el mundo entero se abriera ante su carcajada.
La respingada nariz y sus delgados labios
le daban un toque muy especial al marco de su cara,
como si la aurora hubiera esculpido
una sonrisa en la ventana del mundo,
diríase que era la imagen viviente
de un duendecillo salido de un hermoso cuento de hadas,
con botas de sol y una maleta llena de brincos,
un viajero incansable por los senderos de la infancia.
De cuerpo delgaducho y esbelto,
un poco más alto que el promedio de los niños de su edad
(al menos eso me parecía),
de tan sólo ocho años,
rebosaba vida por todos sus poros,
un manantial que cantaba con cada paso,
una fuente que nunca se agotaba.
Su alegría contagiaba con su risa fresca y cantarina
a todo aquel que tenía la suerte de escucharlo,
a quien sabía detenerse a oír el mundo entero girar en su voz.
De tenerlo cerca,
se revelaba el secreto de la risa como si fuera una victoria del día,
como si el sol se asomara solo para verlo reír.
En la escuela era buscado
por alumnos de grupos superiores
por su destacada actuación en el futbol.
Y es que el pueblo era eminentemente futbolero,
tanto, que se decía con orgullo que ahí en ese lugar
los recién nacidos ya traían un balón en sus pies.
Cada paso suyo parecía un tiro de meta hacia el mañana,
una promesa de futuro en cada jugada.
Los maestros reconocían su inteligencia
tanto en el estudio como en el arte de hacer diabluras…
desenfadado en su vestir,
no era muy amigo de la formalidad.
Su ropa era una campana que sonaba al compás de su ánimo,
un estandarte de libertad y espontaneidad.
De tez blanca, pelo lacio y amarillento
con tintes cobrizos… la vida le sonreía,
como una tarde de verano que guarda el calor entre las pestañas del aire,
un instante suspendido en la dulzura de la infancia.
Pero la vida, que a veces parece un cuento,
puede cambiar de página sin aviso.
Fue una blanca mañana…
un domingo del mes de agosto,
casi al punto del mediodía.
Era un hermoso y caluroso día,
yo estaba con mi madre –recuerdo–
repasando mis tareas escolares
cuando las campanas de la iglesia del pueblo
doblaron a muerto.
Su tañido se esparció lúgubremente por el lugar,
una a una las campanas dejaron caer
como plomo ardiente sobre una tierra sorprendida
ese su mensaje de dolor y zozobra,
desparramándose inclemente, feroz
en todos y cada uno de los habitantes
de esa, hasta entonces, aletargada población.
Como un solo latido, salimos a las calles,
la multitud era un río desbordado por la pena,
fluyendo hacia la placilla central,
donde el dolor se reunía como nubes antes de la tormenta.
La noticia corrió como un vendaval de sombras,
un relámpago de angustia que desgarró la calma del pueblo:
alguien se había ahogado
en las aguas profundas de la presa hidroeléctrica,
ese espejo de cristal que a veces se convierte en tumba.
Era costumbre que la gente del pueblo
y de los parajes circundantes,
buscar en las aguas de la represa
un refugio contra el sol inclemente,
como mariposas sedientas buscando el rocío.
El riesgo era un rumor antiguo,
una advertencia susurrada por el viento,
Señal donde la sed de frescura vencía el temor,
y el agua se volvía promesa y amenaza,
un abrazo frío que podía tornarse mortal.
Aunque siempre se elegían los lugares
Por demás conocidos para bañarse,
no faltaban los valientes,
los exploradores de lo prohibido,
como Tito, que era un cometa rebelde
en busca de cielos nuevos,
un inconforme ante la simple rutina de ducharse,
soñador de aventuras donde el agua era frontera y misterio.
Aquella mañana, cuando el sol apenas tejía hilos dorados,
Tito y su pequeña tropa de aventureros
se alejaron del sendero común,
buscando un estero donde el agua era promesa de pesca y buceo,
un rincón secreto donde la infancia podía desplegar sus alas.
Cansados de jugar y sumergirse en aguas poco profundas,
los compañeros de Tito se tendieron sobre la arena,
como náufragos felices en una playa diminuta.
Todos… menos él,
que seguía siendo viento y deseo,
incansable buscador de horizontes.
Intentó convencerlos para que lo acompañaran,
pero ninguno siguió el llamado de su espíritu inquieto.
Ya no insistió…
le vieron marchar hacia el agua con júbilo,
como quien se lanza a abrazar la vida,
con esa alegría y fortaleza que era su sello,
según contaron después sus amigos,
testigos de su último salto hacia el misterio.
Una hora después,
cuando el cansancio se había disipado como niebla,
empezaron a preguntarse por él,
mirándose unos a otros,
buscando respuestas en los ojos ajenos.
Gritaron su nombre,
lo buscaron entre las sombras y la luz,
pero solo el silencio les respondía,
un silencio espeso como la niebla,
un eco vacío que se extendía como un manto sobre el agua.
Se metieron al agua con la esperanza
de que Tito les estuviera jugando una broma,
que desde algún rincón cercano
les espiara, desternillándose de risa,
como un duende travieso oculto entre las olas,
pero el agua guardaba su secreto,
y la risa se había convertido en ausencia.
Vi pasar el cortejo.
Era como ver a la tristeza caminar descalza por las calles,
un río de lágrimas silenciosas que arrastraba el recuerdo.
Lo llevaban en una sábana de manta,
sostenida por las manos temblorosas de sus amigos,
envuelto como un fardo de sueños truncos,
como si la infancia misma fuera llevada al destierro.
Una gran angustia,
un oleaje oscuro y profundo,
y un deseo incontenido de llorar me invadió,
como si el pecho se llenara de lluvia y no encontrara salida.
Era mi primer contacto con la muerte,
ese frío que se instala en los huesos y en el alma,
una sombra que se alarga y nunca se retira del todo.
No alcanzaba a comprender aquella infausta situación,
era como mirar un cuadro sin colores,
sentí una depresión enorme,
una piedra en el corazón que aún hoy me acompaña
cada vez que el recuerdo me invade,
como una marea que regresa sin aviso,
trayendo consigo el eco de lo perdido.
Dicen que se quedó enredado entre las plantas traicioneras,
esas manos verdes que crecen en las aguas,
que su pequeño cuerpo no tuvo las fuerzas suficientes
para librarse de sus ataduras,
como si la naturaleza misma hubiera decidido retenerlo,
como si el río quisiera guardar para sí
la luz de un niño que no aprendió a decir adiós.
Comentaron que si alguno de los muchachos
le hubiera visto a tiempo, se habría salvado,
se dijeron tantas y tantas cosas,
palabras que flotaban como hojas secas en el viento,
pero ninguna de ellas sirvió para devolverle la vida,
ninguna pudo coser el desgarrón en el tiempo,
ninguna logró llenar el vacío que dejó su partida.
Solo sé…
que ese evento me puso de manera brutal
en contacto con la otra cara de la realidad,
me enseñó que un día hermoso y soleado
puede convertirse, en un instante,
en tristeza y sombra, dolor y oscuridad,
como si el sol se apagara de golpe
y la noche se instalara en el corazón.
Una caja blanca, un cortejo plañidero,
los bronces del campanario de la iglesia
lloraron por el viajero de edad temprana,
sus campanas eran lágrimas de metal
que caían sobre el pueblo,
se alejaba sin despedirse de sus amigos,
de sus seres queridos, por siempre jamás,
como una estrella fugaz que se apaga
antes de que alcancemos a pedir un deseo.
Su ausencia dejó un gran vacío en el alma de sus padres,
un hueco que ni el tiempo ni otros hijos pudieron llenar...
un doloroso recuerdo,
una tristeza infinita que se instaló en el pensamiento del pueblo,
como una nube gris que nunca termina de disiparse.
Años después el pueblo olvidó…
pero la vida les marcó con un dolor indeleble
para el resto de sus días,
una cicatriz invisible que sangra en silencio.
En cuanto a mí,
me dejó un pesar enorme en la memoria,
un invierno perpetuo en el rincón más profundo del alma.
La vida me enseñó con severidad:
Sí, en un minuto estamos con vida,
al siguiente podemos dejar de existir,
la muerte puede llegar sin aviso previo, sin permiso,
llevándose sin remordimientos
desde el más tierno infante o dulce niño
al joven más dinámico y esforzado,
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invitado-EDCELIN 25 de Octubre de 2025
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Como una nube gris que nunca termina de disiparse. La luz de un niño que no aprendio a decir adios.. muy bien poeta versos donde la tristeza explaya su dolor.