A MI MADRE
Cada tarde, entre los naranjos
que regalaban al aire su olor de azahar y a los gorriones
cobijo para que anidasen tranquilos, mi madre,
se sentaba en una silla con asiento de eneas y zurcía con una hebra
de hilo negro, el dobladillo
ligeramente desgastado de las enaguas,
que le cubría las piernas hasta los tobillos. De su pelo blanco y limpio, recogido
en un roete
suavemente por siete horquillas negras, prendían un puñado de jazmines
abiertos en flor,
como un beso en primavera.
Viuda por dos veces, en sus manos
arrugadas y torpes se notaban las huellas marcadas por el paso del tiempo, los años
de escasez
y las cartillas de racionamiento.
De vez en cuando, nos contaba mil
y una historias
de sus tiempos de moza y se le iluminaba
la cara cuando recordaba su primer beso de amor.