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No es el amor de los pétalos temblorosos,
ese que estalla en geranios de abril
y muere con la lujuria de un relámpago.
Hablo del pan que se cuece en silencio,
de la raíz que perfora la roca,
del vino oscuro que mejora con los años.
Tú y yo no somos dos fuegos fugaces,
sino el olivo que entrelaza sus grietas,
la sal que sabe a tormenta y a puerto,
las manos que reconocen la huella
sin necesidad de mapas ni promesas.
El amor joven pregunta con dientes de leche,
exige jardines, jura por la luna nueva.
El nuestro, en cambio, ha aprendido a llover:
es la savia que sube sin prisa,
la cicatriz que ya no duele,
la piedra que el río pulió hasta ser espejo.
No nos besamos para conquistar,
sino para recordar que existimos.
Tus arrugas son versos que releo en la noche,
tu risa—un trigal que resiste al invierno.
Y cuando el tiempo nos interrogue
con su guadaña de números fríos,
le mostraremos este musgo terco
que crece entre las grietas de lo efímero,
y diremos: aquí, sin prisa, sin vértigo,
fundamos un país de lentas certezas.
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